Plantear el tema de las virtudes en la vida humana, sea desde un punto de vista individual, familiar o grupal en general, sea que se hable de educación, liderazgo o ética, no es lo mismo que proponer el de valores.
Es frecuente que muchas de las crisis y problemas de la actualidad se remitan a un problema de valores y sin embargo, los valores, sin más, no parecen necesariamente la respuesta a la crisis. Veamos por qué.
Un valor es un bien en cuanto apreciado por alguien. En ese sentido puede ser una fuerza motivante de la conducta humana. Pero también llamamos valores a aquellas cosas que admiramos o consideramos importante su presencia o su existencia, aunque no se trate bienes que nosotros busquemos encarnar en nuestra conducta. Es decir que valor no es lo mismo que finalidad o sentido de la praxis humana. No es lo mismo valor que motivo de la acción, aunque el motivo es un tipo de valor.
Quizás un ejemplo muestre lo que queremos decir. Un delincuente que es sospechoso (¡no sospechado, por favor!) de varios crímenes es entrevistado por un periodista argentino, quien seguramente le preguntará sin privarse de llamarlo por el nombre: “Fulanito, ¿qué espera de este proceso?”; y Fulanito responderá infaliblemente: “yo solamente espero justicia”. Y si le hace la misma pregunta a alguna víctima de este delincuente, seguramente responderá del mismo modo: “quiero justicia, espero justicia”. Ahora bien, nadie en su sano juicio diría que el delincuente es justo; pero sin embargo este delincuente aprecia la justicia como un valor y la espera del juez y en general de todo el proceso que se le sigue. Lo que la justicia no es para él, es un bien motivante de su propia conducta, no es el calificativo que pondríamos a los actos concretos por los cuales se lo está juzgando y, menos todavía, es una virtud. Es decir que en él la justicia no es el hilo conductor de sus diversas conductas respecto al prójimo. Pero, sin embargo, este delincuente es capaz de esperar que las conductas del prójimo a él dirigidas puedan llamarse justas. Nos atrevemos a afirmar que si reclamar justicia fuese equivalente a ser justo, los argentinos constituiríamos la sociedad más justa del universo.
Otros ejemplos: el mentiroso, quien no es que no aprecie la verdad; es más, se jacta de guardarla para él. Pero seguramente pretende no ser engañado por otros. O el marido que no es fiel, pero no soporta ser traicionado por su mujer. El alumno que no estudió casi nada, es decir no hizo su parte, y se queja de la “injusticia” del profesor que no vio una frase salvadora que escribió con una llamada al final del examen y que, en lugar de 4, le valdría un 4,50.
En cuanto a la vida familiar, es evidente que no alcanza con valorar la familia. En cualquier encuesta el valor ‘familia’ aparecería muy alto en una jerarquía, sin que esto quisiese decir que no hubiese una tremenda crisis de las familias. Nadie diría que el amor no es un valor, aunque viva lleno de odios y recargando resentimientos.
Con todo esto queremos llamar la atención sobre la cuestión de que no alcanza en la vida personal, familiar o nacional con difundir valores, o “educar en valores”, porque los valores se vuelven motivos o motivantes de la conducta, cuando son fines de una conducta que es o busca ser virtuosa.
¿Y qué es una virtud? Más allá de la palabra que, como señalaron muchos autores del pasado siglo, se encuentra devaluada y asociada a la pacatería, a la beatería, o a lo ñoño, virtud, significa una fuerza interior que se dirige con seguridad, con placer y facilidad a una dirección deseada cuando ésta es buena. Este es el concepto que tenían los antiguos clásicos y también los cristianos medievales sobre la virtud. Es también el concepto que muchos contemporáneos recuperaron en vistas del fracaso, tanto de las éticas represivas, como de las relativistas. Y es por otro lado, la única posibilidad de escapar al nihilismo que se agazapa detrás de esas propuestas.
Entremos de lleno en el tema. Un autor contemporáneo como Josef Pieper considera que en el hombre actual, lo mismo que en el antiguo, pueden desarrollarse cuatro virtudes fundamentales siguiendo aquellos bienes que son connaturales al hombre: la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza. Además estas virtudes se complementan en el cristiano con otras tres que se desarrollan a partir de los dones Divinos: la fe, la esperanza y la caridad. Todas estas virtudes son necesarias al hombre, no solamente para un crecimiento individual, sino también y de un modo particular en su vida con el otro, con los otros, porque el hombre es por naturaleza sociable, y encuentra en el intercambio material y espiritual con otros su posibilidad de perfección. Las virtudes son caminos seguros hacia los fines humanos.
El hombre tiende por su misma naturaleza a buscar ciertos bienes que le significan una necesidad y un perfeccionamiento: la necesidad de vivir implica el despliegue de su individualidad corpórea; la necesidad de vivir en familia, el perfeccionamiento de su naturaleza sexuada, la necesidad de vivir en sociedad, el perfeccionamiento de su natural y racional sociabilidad; y por último, la necesidad de vivir en verdad o de la verdad, el perfeccionamiento de su capacidad contemplativa, es decir, de su inteligencia. Estos bienes naturales -vida, familia, sociedad y verdad-, son fines o valores motivantes de su conducta. Pero mientras mayor capacidad de perfeccionamiento tienen esos bienes, menos es posible conseguirlos individualmente, en una vida sin los otros. De modo que, salvo la propia vida, todos los otros bienes son comunes; es decir que no pueden perfeccionarnos si no lo hacen a la vez con otros. Un bien es común cuando su capacidad perfectiva excede el perfeccionamiento de un solo individuo y no se agota, sino que, al contrario, se acrecienta cuanto es capaz de completar a muchos. Se trata de bienes no materiales (como la comida, la casa, el televisor, el baño), los cuales pueden ser repartidos y entonces se agotan, o compartidos y entonces se parcializa su uso. Los bienes realmente comunes son espirituales. Así se trata del fruto de la presencia de las virtudes, o sea cierto grado de perfección y felicidad, las cuales se darán en distinta medida en la familia o en la patria.
En la vida familiar el hombre se perfecciona porque desarrolla las virtudes que sin vivir en familia no se pueden generar, o que al menos se vuelve muy difícil. Y a su vez, una familia no se constituye ni se sostiene sin virtudes, porque son ellas las que producen como fruto el bien común familiar. El hombre tiene naturalmente la inclinación a desarrollar virtudes del mismo modo que tiene naturalmente la inclinación a integrar una familia o a integrar una sociedad; y ambas cosas están intrínsecamente ligadas. Por eso es que la crisis actual de la familia es una crisis de virtudes y no solamente de valores. Para Aristóteles es muy difícil que perdure la amistad de aquellos que no son virtuosos.
En principio parece que, como la familia es una sociedad natural, su vida se dará espontaneamente, sin tener que pensar, sin tener que trabajar por ella. Pero la familia es natural porque cumple con algunos fines humanos y por la facilidad con que tendemos a ella y la necesitamos. Lo cual no quiere decir que las virtudes humanas puedan estar ausentes, como si la familia “se hiciese sola”. La familia no es instintiva, aunque a veces lo parece; sino que depende de las interacciones voluntarias que por supuesto, se enraízan en la naturaleza humana. Parafraseando a San Agustín podemos decir que la familia que se originó sin ti (tomando en cuenta que tendemos a formar familia naturalmente), no se sostendrá sin ti, sin tu participación.
Empecemos por la prudencia a la que podríamos llamar virtud directiva. Es la madre de todas las virtudes porque supone la presencia de la racionalidad para iluminar sentimientos, pretensiones, y en general, para organizar la vida en base a los valores motivantes. Es totalmente necesaria para los padres a la hora de dirigir la familia. Los signos de su ausencia son: la imprevisión, la precipitación, el olvido de la experiencia, el no pedir o rechazar los consejos, la incapacidad para mandar, el rechazo de los principios morales, el desinterés por formar la conciencia propia o de los hijos, etc. Este último punto es particularmente indicativo de su ausencia ya que ante las crisis, ante las dificultades, los desafíos de la vida actual, etc, no será posible estar preparado. Recordemos lo sucedido con las vírgenes que no fueron prudentes en la parábola evangélica.
La virtud directiva se encuentra hoy muy necesaria en el ámbito de los negocios y la empresa, pero parece haber perdido su lugar en uno de los proyectos más importantes del hombre, como lo es formar familia. Un director de empresa sabe que debe tener claros los objetivos a lograr, que debe comunicarlos a los otros para que los hagan propios y que hay que poner medios razonables y apropiados para conseguir los objetivos propuestos. En el caso de la familia, esta virtud requiere tener claros sus fines naturales y sobrenaturales, además de haberse propuesto conducirla a ellos. Es decir que es necesario, no solamente apreciar en general y como una utopía lejana, que el matrimonio llega hasta la muerte, sino haberse propuesto vivir de manera que llegue. Y esto último significa pensar para descubrir cuáles son los medios, o sea las virtudes que tienen que desarrollarse en cada miembro de la familia. Respecto a los hijos, significa también valorar como fin propio su educación personal e integral, y por lo tanto buscar todos los medios para ello.
La justicia-virtud consiste en tener la disposición constante de dar a cada uno lo suyo. No es que una familia pueda vivir solamente por mantener relaciones justas, pero estas son absolutamente necesarias. Existen tres clases de justicia: conmutativa, que regula los pactos entre particulares; distributiva, que dispone a una autoridad a distribuir bien (tareas, premios, castigos, etc); y del bien común, que dispone a los miembros de un grupo para participar en la medida del bien recibido por pertenecer a ese grupo.
Los signos de falta de justicia pueden ser pequeños o grandes: el primero es no cumplir las propias tareas o funciones; lo cual también se da cuando los padres no quieren comportarse como tales o no se asumen como mamá o papá, cuando compiten con los hijos adolescentes, o se portan como un amigo más. También se da cuando un conyuge abandona al otro y a los hijos, y de un modo particular, como la injusticia más contraria al bien del matrimonio y la familia, en el adulterio. Adulterio significa ir hacia lo otro, hacia lo que no es propio. Si bien desde un punto de vista cristiano llamamos adulterio a cualquier unión de una persona casada con quien no es su cónyuge, tiene una especial gravedad el adulterio mientras la primera unión permanece, precisamente porque lleva al divorcio, y porque significa recuperar para si algo que ya no es más de uno. Al contraer matrimonio los conyuges se dan uno al otro, volviéndose una sola carne. Cada uno ya no es más de sí mismo, y no puede disponer de sí para entregarse nuevamente. De ahí la injusticia del adulterio vivenciada universalmente como traición.
También van contra la justicia en la familia las mentiras, los ocultamientos, los insultos, las actitudes o palabras que rebajan al otro, las preferencias, y toda acción donde no se reconozca al otro como otro, donde no se reconozca su lugar, o su espacio, o su tiempo, o sus cosas. Las familias donde todo es de todos y nada es de nadie no favorecen en los hijos la virtud de la justicia, y les dificultan su trato con el mundo. Por supuesto, también va contra la justicia el no reprender nunca a los hijos, el dejarlos que hagan lo que quieran, el no enseñarles a reconocer sus errores.
Por su parte, la fortaleza es una virtud que permite enfrentar las dificultades sin que nos desarmemos por dentro cuando una crisis llega. Últimamente se habla mucho de stress, incluso infantil, y muy poco de esta virtud. Evidentemente muchas veces ante las crisis reaccionamos con coraje y sacamos todo lo que tenemos para enfrentar la situación, pero después nos desarmamos o nos deprimimos, porque el coraje solo no es virtud. La fortaleza se edifica, como todas las virtudes, con pequeños actos de no renunciamiento y de poner el hombro todos los días a lo que hay que hacer según el estado de vida que uno tenga. Gran parte de ella consiste en paciencia, no en ataque. Esa fortaleza hará que cuando la crisis llegue el alma tenga elasticidad para superarla. En la familia la fortaleza es una virtud que sobre todo necesitan los padres, pero que es importante enseñar a los hijos aunque sean pequeños. La fortaleza no está presente cuando no somos capaces de soportar al otro, cuando nos domina la ansiedad, cuando somos cobardes para defender los valores familiares y cristianos, etc
Con respecto a la templanza, podemos decir que es una virtud totalmente desprestigiada en la actualidad. Ella consiste en querer las cosas placenteras en una medida apropiada a nosotros en este momento de nuestra vida. Esta virtud no consiste en la represión del placer, ni en tratar de gozar poco. Consiste en gozar bien de todas las cosas buenas que nos rodean. Es verdad que los cristianos sabemos que por distintos motivos, tanto sobrenaturales como naturales, los sacrificios pueden ser necesarios. Pero la naturaleza del sacrificio queda destruída en aquel que no sabe disfrutar. ¿Y cuáles pueden ser los motivos de sacrificio? El primero y más obvio tiene que ver con la justicia, pero también con el amor: compartimos la comida, compartimos la cama, el cuarto o el escritorio, la tele. No puedo acaparar para mí los objetos placenteros. El segundo motivo es sobrenatural y tiene que ver con la purificación o penitencia, o lo que es lo mismo, con la cura de las faltas de medida anteriores. En cualquier caso, sería imposible la supervivencia de la familia sin una cuota de sacrificio de sus miembros. ¿Qué familia se construye y sobrevive si en vez de compartir la tele, cediendo cada uno un poco a los gustos de los otros, cada miembro ve su programa en su propia tele?
Por otra parte, la templanza, en cuanto regula la sexualidad, es particularmente importante hoy ante la creciente erotización de la sociedad y la frecuencia con que lo pornográfico invade la vida familiar, precisamente como la guardiana de la unidad y de la alegría. Es necesaria para los conyuges y debe enseñarse a los niños. Desde el modelo hegemónico de educación que se impone, incluso a y en los colegios privados, se pretenden arreglar las consecuencias de la erotización social temprana con una falsa y perversa educación sexual. El problema es que la sexualidad es una dimensión de la persona que la caracteriza integralmente, pero que también pertenece a su intimidad, con lo cual no es posible tratar del tema como quien enseña en biología la reproducción del mamífero. La escuela colabora en la formación de la templanza y la castidad, precisamente cuando se abstiene de invadir la intimidad de sus alumnos y sus familias con propuestas sobre como prevenir las consecuencias biológicas y lógicas de la iniciación sexual temprana y de la promiscuidad. La familia debe defender y hacer valer ante quien corresponda su derecho a dar educación sexual a sus niños. Si una familia aprecia como valor la castidad, los padres viven esta virtud y la enseñan, pondrán todos sus esfuerzos en impedir y preservar que sus hijos sean corrompidos en la misma escuela con la exhibición y manipulación de preservativos, o con explicaciones obcenas, indebidas a su edad y que ofenden el pudor. Además cuidarán las compañías y amistades de sus pequeños. Por otra parte, preservar la intimidad familiar de la erotización rondante es lo que ayudará a los niños a tener una buena salud psico-sexual en el futuro, dado que cuando el sexo está en todas partes -como dice Baudrillard-, no se halla donde debe estar, o sea, en el encuentro conyugal amoroso. Además, ¿qué es el sexo que está en todas partes sin ser realmente sexo? Es lujuria, es sadismo, abuso de menores, incesto, pornografía y prostitución infantil, etc. No podemos sorprendernos de la abundancia de estos delitos horrendos si la vida diaria en todos sus aspectos está erotizada desde la infancia.
Pasemos a las virtudes sobrenaturales. En primer lugar, la fe. La fe como virtud en la familia supone creer en la presencia de Dios en medio de ella, porque Jesús nos ha asegurado que se encuentra donde dos o tres se reúnen en su Nombre, y la familia cristiana está unida en Cristo. La fe-virtud implica la formación a lo largo de toda la vida en la doctrina cristiana y la educación religiosa de los hijos. Además en medio de la crisis actual también significa creer, aunque ya no se sepa, aunque la experiencia familiar sea otra, que el matrimonio es hasta la muerte.
La esperanza es la virtud que nos hace confiar en las promesas Divinas. Para el matrimonio y la familia de hoy eso puede significar confiar en la promesa de Dios de darnos lo bueno que pidamos en oración. (“pedid y se os dará”) La familia actual, asechada por la disolución debe pedir la unidad y se le dará. También significa vivir sabiendo que no se siembra en vano si se siembra en Dios. (“mis elegidos no trabajarán en vano”) Eso ayuda a vencer el miedo a los resultados de la educación que damos a los hijos.
Y por último, la virtud más grande: la caridad. Se trata de la virtud que nos une al fin último de nuestra vida dirigiendo todas nuestras obras a Él. Si toda la vida está dirigida a conectarse con lo que le da sentido verdadero, o sea, si Dios es verdaderamente el fundamento y el fin de la vida personal y familiar, todo lo demás se ordena y se recibe por añadidura. Esta virtud, la caridad, perfecciona nuestra capacidad natural de amor y amistad, y cura, reparando el corazón, las heridas y resentimientos del amor humano al exigir y recibir el perdón. Lo esencial de la caridad es que es don de Dios, es decir un regalo, raíz de todo otro don y fuente de nuestra capacidad de dar a su vez (“lo que habéis recibido como don –gratis, sin mérito de nuestra parte-, dadlo como don”). Por eso no podemos terminar sin mencionar una virtud que se constituye en principio y fin de la vida cristiana. Nos referimos al agradecimiento que nos hace alegrarnos por todos los dones recibidos, empezando por la vida y también por el mismo amor, tanto de Dios, como el humano, que se da libremente. Santo Tomás considera que, aunque no hay nada más necesario que el amor, no hay a su vez nada que sea más libre. El agradecimiento nos lleva a valorar efectivamente el don de los hijos y a vivir lo que Juan Pablo II llamaba cultura de la vida. Las familias deberían ejercitar esta virtud agradeciendo el amor que las mantiene unidas y que, en el fondo, procede de Dios; procedencia que es raíz de la indisolubilidad del matrimonio y de la permanencia de la familia. Y al agradecer, pedir que Dios no las abandone (“Te doy gracias Señor por tu Amor; no abandones la obra de tus manos”).
Por otra parte, aunque sea una pequeña virtud comparada con la caridad y con las demás que vimos, el agradecimiento se vuelve el centro de la vida cristiana porque constituye un sacramento: la Eucaristia. Cada vez que nos alegramos en el bien, cada vez que agradecemos, nos unimos y unimos nuestra familia al gran misterio de la vida cristiana que es la presencia real, viva de Cristo en la Eucaristía.
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